Luciendo una gorrita a medio ganchete y vistiendo una guayabera de algodón bien almidonada, el presidente Obama ostentó orgullosamente su vinilo de «Buena Vista Social Club» («Lo demás no es música», sentenció sabihondamente) y se quejó de cómo «el Imperio Yanqui solo quiere arruinar lo que ha logrado La Revolución y llenar a La Habana de Cheesecake Factories, Starbucks y Krispy Kremes. Una vez vas a Cuba, ves todo diferentemente», musitó meditabundo el presidente mientras fumaba un puro sentado al frente de su afiche del Che Guevara. «Es que Cuba te cambia: su gente linda; sus callejuelas adoquinadas; los carros que parecen de películas de los cincuentas… todo lo que es Cuba se adentra en tu alma y la isla te hace suya. Cuando tú aterrizar en La Habana, La Habana aterriza en tu alma», culminó poéticamente con un suspiro de anhelo, mientras su esposa Michelle volteaba los ojos en señal de hastío.
«Desde que regresamos de Cuba, Barry está que no hay quién lo aguante», exhaló con disgusto Michelle Obama. «Ahora me obliga a que le haga su café matutino al estilo cortadito (que me lo critica porque ‘No sabe igual que el de la Cafetería de Virgilitico’); de cena siempre quiere ropa vieja y congrí (aunque luego protesta que ‘Como la comida de la Cafetería de Virgilitico, ninguna’); y cuando le dan monchis siempre viene con que la medianoche que se comió en Kasalta con Agapito era un sangüichito de mezcla hecho con jamonilla Food Club comparada con la que se comió en la Cafetería de Virgilitico… ¡Que regrese a Cuba y se case con el maldito Virgilitico ese de una buena vez, entonces!», tronó iracunda la primera dama, buscando vuelos directos al aeropuerto de La Habana.