La promesa del primer mandatario se da a raíz de la aprobación de la Junta de Control Fiscal, un cuerpo de personas no electas por los puertorriqueños que sin embargo tendrá completa potestad de hacer y deshacer lo que le dé la gana con los bienes del pueblo sin que nadie en el gobierno estatal pueda decir ni pío. En dicha organización el gobernador tendrá voz pero no voto, lo cual no lo diferencia tremendamente del resto de los puertorriqueños, quienes están igualmente libres de opinar lo que quieran sin que dicha opinión importe tres carajos. «Si de todos modos lo que yo diga no hace diferencia y mi administración no puede, por ley, contravenir los dictámenes de la Junta, ¿para qué diablos sirvo yo?», se preguntó García Padilla. «¿Para qué trajearme todas las mañanas, peinarme con la misma marca de brillantina que usaba Santini, y fingir sonrisas todo el santo día en La Fortaleza, si nada de lo que yo haga o diga importa? ¡Pa’ eso cojo la juyilanga y me voy a rampletear por las cuatro esquinas de la Isla!», exclamó mientras aderezaba un maniquí con un traje de la Esquina Famosa y le pintaba los ojos de verde «por eso de darle un airecito más agapitezco».
La implantación a la trágala de la Junta de Control Fiscal solo acrecentó el sentimiento de senioritis del saliente gobernador, quien, al no estar buscando la güirita para el próximo cuatrienio, se encuentra en la envidiable posición de poder darle un foquetazo a todo lo que le dé la gana. «Efectivo inmediatamente, le confiero todos los poderes de los cuales fui investido cuando juramenté como gobernador a este maniquí inerte que he dejado posado en mi oficina vestidito de lo más aquel», sentenció García Padilla en una orden ejecutiva. «Que se queme las pestañas él tratando de sacar a este país pa’lante, cuando de todos modos una turba de Míster Ñémersons va a venir a decidir qué hacer sin que nadie en la Isla pueda decirle ni siquiera: ‘No, su me’cé’. Yo me voy por ahí a lechonear por Guavate, a cogerme un sontán en Playa Flamenco y básicamente a mantenerme lo más lejos posible de mi supuesta oficina de trabajo, donde valgo menos que un peo de ramera. Agapito out!«, se despidió la misiva, con el equivalente epistolar de un mic drop ejecutivo.
Expertos avalaron la decisión del primer ejecutivo y fueron más allá, lamentando que administraciones pasadas no hayan hecho lo mismo, «porque quizás no estaríamos metí’os en esta olla de grillos y debiendo hasta las nalgas si durante las últimas décadas todas las decisiones las hubiera tomado un maniquí de plástico».